lunes, 8 de junio de 2009

Usa tus alas

Crecí con series como Galáctica o V, así que no es de extrañar que lo hiciese convencida de que en el 2000 todos pulularíamos con pijamas brillantes y viviríamos como los Supersónicos. De ahí que mis mayores anhelos se resumiesen en 3 cosas: tener teléfonos móviles, poder hacer video-llamadas y pilotar una aeronave.
Podría decirse que dos tercios de mis sueños se han cumplido (aunque lo de la video-llamada ha resultado una profunda decepción), pero me queda pendiente cambiar al Ibi por una coqueta aeronave que pueda dejar suspendida sobre las plazas de aparcamiento para motos que Iznogud me ha plantado por toda la ciudad. Y es que siempre me ha gustado volar. Reconozco que ni los agobiantes viajes por trabajo han hecho desaparecer del todo esa punzadita de emoción que me provoca el rugir de las turbinas.
Por un instante vuelvo a tener 6 años y estoy sentada junto a mis hermanas y mis padres rumbo a algún lugar fascinante y extraño, donde la gente habla distinto y hay manga ancha para los helados.
Añoro aquellos días en que mi madre nos despertaba de madrugada y, en vez de ir al cole como creíamos, cogíamos las maletas que ella había preparado en secreto (truco infalible para evitar que nos subiésemos por las paredes como monos chilludos la noche anterior) y nos íbamos en el 131 a Lavacolla atosigando a mi madre con preguntas.¿Habría piscina en el hotel de ese sitio al que íbamos? Eso, y poder desayunar cacaolat, en vez de colacao era el tope de gama de mi felicidad infantil.
2 zumos de naranja y 3 paquetes de cacahuetes de Iberia (también hubo galletas, pero había pocas cosas mejores que chuparse la sal de los dedos y limpiárselos después en la chaqueta de La Hermanilla) después de oir eso de “abróchense los cinturones” aparecíamos en algún lugar que se nos antojaba maravilloso. No hacía falta que fuese muy lejos, el Santiago de aquel entonces era una aldea venida a más en la que no existían los Mc Donalds que yo veía en la tele, ni pizzerías ni, por supuesto, guacamayos de colores y playas a las que podías ir todo el año.
Estas semanas en las que es raro el día en que vea un informativo y no emitan alguna noticia en la que pongan a Iberia a caer de un burro me acuerdo mucho de los años en los que viajar en avión era un acontecimiento festivo, y no un trayecto en un autobús con alas. Exigimos el mismo trato, pero pagando mucho menos que por un billete de tren. Asumimos que Iberia ha de bajar sus precios para competir con compañías que no ofrecen, ni el mismo servicio, ni las mismas frecuencias de vuelo, ni las mismas garantías, y nos enfadamos cuando los efectos de la entrada de las compañías de Low Cost en el mercado estropean nuestros viajes a precios de saldo.
Hasta El Maligno, que le tiene un odio cerril desde que una de sus hijas perdió un vuelo y les hizo pasar un susto de muerte (siempre es más fácil culpar a los ajenos, que asumir que la niña te ha salido un pelín problemática) acaba volando siempre con Iberia, que es la única que le permite saltar de un punto a otro del mapa ajustando a tope los horarios.
Han pasado muchos años desde que La Hermanilla y yo jugábamos con los gorritos de azafata que nos regaló mi padre. Ahora compramos el billete a través de Internet y nos hacemos el auto-check in sin salir de casa. Ya no dejan fumar en los aviones y echamos de menos la comida de plástico que antes aborrecíamos, porque ahora pagamos 10€ por un sándwich de Sergi Arola que nos deja con hambre y cabreados.
Hace ya tiempo que perdí los “Frees” que nos daban por ser Hijas de Iberia (y que yo no aproveché porque soy una sosa sin remedio), pero sigo teniendo esa sensación de “casa” cuando veo el logotipo amarillo y rojo sobre los mostradores de facturación en un aeropuerto internacional.
Esa IB pintada en la cola para mi estará siempre asociada a la imagen del sol abriéndose paso entre las montañas de nubes, a los coches-hormiga y al maravilloso espectáculo de las luces de una ciudad al aterrizar. Aterrizajes en los que siempre había una pizca de decepción porque no habíamos podido utilizar los toboganes amarillos que anunciaban en esos folletos de seguridad que habremos releído un millón de veces.
Como el perro de Paulov sigo sintiendo un hormigueo de excitación cuando veo los aviones surcar el cielo. Me pregunto qué mágico destino llevarán y se me viene a la cabeza un slogan de los 80 que estaba impreso en uno de los puzles que nos regalaron: “Usa tus alas”.

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